sábado, 10 de abril de 2010

Políticas públicas contra la violencia conyugal. ¿Dónde estamos veinte años después?



El presente artículo analiza los resultados de una investigación realizada a partir de una muestra de mujeres y varones de Lima, Perú, con el fin de explorar si los programas sociales y las políticas públicas de combate a la violencia contra la mujer están reconfigurando la manera en que la definen las poblaciones urbanas y sus estrategias para lidiar con ella. Se concluye que los logros más importantes se dan en la manera en que representan la violencia conyugal. Ésta se ha deslegitimado y se percibiría como un abuso que atenta contra los derechos de las mujeres. Sin embargo, estos programas habrían generado efectos no deseados. Los más graves serían la desconfianza en esos servicios, la tendencia de algunas mujeres a ocultar que son víctimas de violencia para no ser juzgadas como pasivas o dominadas, y la exclusión de los hombres de las políticas de combate a la violencia de género.

A partir de la década de los setenta del s. XX, la llamada segunda ola del movimiento de Liberación de la Mujer provocó una era de cambios en la que se desmontaron las últimas trabas a la igualdad jurídica de las mujeres y se implementaron programas de desarrollo y políticas públicas destinadas a promoverlas.1 Dentro de este marco, el tema de la violencia fue especialmente relevante porque se lo identificó como la expresión más directa de la subordinación femenina y como un atentado contra los derechos humanos de las mujeres (Bunch, 1991; Carrillo, 1991; Velásquez Toro, 1997). En el transcurso de la década de los ochenta esta lucha ingresó al temario de los organismos internacionales. En adelante, han tenido lugar sucesivas conferencias y encuentros en los cuales se trataron la violencia en el hogar y sus efectos en las mujeres, los adolescentes y los niños. De allí surgieron documentos conteniendo recomendaciones a escala internacional, regional y nacional que serían posteriormente refrendados por muchos de los Estados miembros de la comunidad internacional.

El Estado peruano fue uno de los primeros de la región en asumir esos compromisos2 (Loli & Tamayo, 1998). Para cumplir dichas tareas se crearon organismos tales como el Ministerio de la Mujer y del Desarrollo Humano; la Defensoría Especializada en Derechos de la Mujer; las Defensorías de la Mujer, el Niño y el Adolescente (DEMUNAS); el Programa Nacional contra la Violencia Familiar y Sexual; las Comisarías de la Mujer y los Centros de Emergencia Mujer. A fin de contar con personal que pudiera realizar estas reformas se ha capacitado a profesores, policías, personal de salud, Jueces de Paz, etc. También se han llevado a cabo talleres dirigidos a las mujeres con el fin de informarlas sobre sus derechos, y campañas de sensibilización de la población en las que se busca hacer visible la problemática de la violencia contra la mujer y demostrar que se trata de una forma de abuso de poder.

Simultáneamente, el movimiento por los derechos de la mujer ha jugado un papel muy activo, presionando al Estado peruano para que cumpla con los compromisos asumidos en el combate a la violencia contra la mujer.3 A partir de la década de los ochenta surgieron diversas organizaciones no gubernamentales que han trabajado intensamente en campañas de sensibilización de la población, en programas de apoyo a mujeres víctimas de violencia y a hombres que la infligen.4 Sus tareas abarcan la oferta de información, de medios para la denuncia, de asesoría legal, social y de apoyo psicológico a mujeres violentadas. Es decir, el Estado y diversas instituciones de la sociedad civil han invertido recursos y desplegado esfuerzos para combatir la violencia contra la mujer. A pesar de sus altibajos, puede decirse que se han abierto espacios a los cuales las mujeres pueden recurrir para proteger sus derechos y su integridad física (Valdés et al., 2005).

Uno de los objetivos principales de los programas de combate a la violencia contra la mujer –tanto estatales cuanto de la sociedad civil– es deslegitimar y desnaturalizar ciertas creencias enraizadas en la cultura local, como la de que los hombres deberían ostentar la autoridad en la familia porque su sexo los haría naturalmente fuertes y dominantes; y de que las mujeres, por el contrario, serían frágiles, dóciles y necesitarían de la protección y guía de los hombres. Como consecuencia de ello, el cónyuge y padre de familia tendría la potestad de disciplinar a su esposa e hijos. Se cree también que el hecho de que muchos varones recurran a la violencia sería porque no pueden controlar sus impulsos, y correspondería las mujeres evitar provocarlos.

Las instituciones y organizaciones que buscan combatir la violencia contra la mujer plantean la necesidad de trabajar con la población para demostrar que varones y mujeres son iguales, que tienen los mismos derechos y que cualquier forma de imposición es un abuso y, como tal, constituye una violación a los derechos humanos de la persona y del grupo familiar. Plantean además una explicación alternativa a las razones que generan la violencia conyugal, que se fundarían en el machismo, que otorgaría poderes a los varones sobre las mujeres e incentivaría una masculinidad dominante y agresiva. Proponen también que la violencia se reproduciría porque las personas que crecen en un entorno violento tenderían a replicar ese patrón al llegar a la adultez (Corsi, 1992; 1994; Ferreira, 1992; Tallada, 2000; Güezmes, 2003; Ramos, 2006; Mov. Manuela Ramos et. al., 2005). Ello explicaría por qué tantos maridos recurren a la violencia para resolver conflictos y por qué algunas mujeres lo aceptan pasivamente.

Los discursos de las agencias y organizaciones de lucha contra la violencia hacia la mujer han sido profusamente difundidos. Escuelas, centros de salud, comisarías, municipalidades y, sobre todo, las organizaciones no gubernamentales que trabajan con la población femenina, son los entes que diseminan esta información entre la población. Paralelamente, las autoridades encargadas de atender a las mujeres víctimas de violencia conyugal (funcionarios del Poder Judicial, policías, instancias municipales, Defensores y Defensoras del Pueblo, trabajadores y trabajadoras de salud, etc.) han sido intensamente capacitadas en la temática y en las formas de combatirla.

En suma, a lo largo de las dos últimas décadas se han montado instancias encargadas de velar por el respeto de los derechos de las mujeres y para combatir la violencia de género, se ha hecho un gran esfuerzo para denunciar los discursos que la legitimaban y se han diseminado explicaciones sobre su prevalencia, que buscan desnaturalizarla y proponen que puede desaparecer si se cambia la socialización familiar, si las mujeres ejercen sus derechos y se combate el machismo. A partir de lo descripto, esta investigación se preguntaba: ¿El avance de las instituciones formales ha cambiado la manera en que las mujeres enfrentan la violencia conyugal? ¿Cómo definen las mujeres y varones la violencia conyugal?


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Por Norma Fuller
Ph.D Antropología Cultural, Pontificia Universidad Católica del Perú
nfuller@pucp.edu.pe
María Amalia Pesantes, University of Pittsburgh
pesantes.ma@pucp.edu.pe


Fuente: Sexualidad, Salud y Sociedad
REVISTA LATINOAMERICANA


ISSN 1984-6487 / n.4 - 2010 - pp.10-27 / www.sexualidadsaludysociedad.org

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